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Revista MU Octubre 2008
Concentran
el 80 por ciento de la producción de frutas y verduras que consumen los
porteños. Se calcula que involucra la mano de obra de 300 mil personas que
trabajan más de 12 horas diarias. Tienen un mercado y una feria propia. Todo lo
construyeron de espaldas al Estado y con el esfuerzo de la comunidad: eso es la
minga.
Don Zenón me lo explica
sencillito, pero yo tardo cinco días en comprenderlo. La ficha recién me cae
cuando el cónsul de Bolivia en Argentina –periodista y pálido como yo– me
cuenta lo mismo, pero de manera mucho más complicada. No sé si es el despacho,
el traje o la jerga, pero algo de ese orden me predispone a entender aquello
que Don Zenón me reveló parado sobre el barro de su chacra, junto a plantines
de lechugas multicolores. Fue mi forma de descubrir la distancia entre una
cultura que agoniza y otra que resiste. Una acomoda, ordena, plancha. La otra
crea, desbarata, planta.
Dirá Don Zenón:
–Si hay muchas ideas peleando
es porque la cosa está mal pensada. Entonces, se necesita paciencia para pensar
mejor. Porque no hay que mejorar la idea para lograr que una gane, sino
encontrar lo que entre todas tienen en común. Ésa es la idea bien pensada: la
que permite la acción en la unión.
Don Zenón Anzes Rejas fue uno
de los diez fundadores de la Comunidad Boliviana de Escobar, una asociación que
crearon a principios de los años 90 para enfrentar las dificultades que les
llovían de a montones y por varios frentes: racismo, robos, violencia. Su
historia es paradigmática de los miles de inmigrantes que, como él, llegaron
desde Potosí hasta Escobar a mediados de los 80. Quechua, minero, padre de seis
hijos, llegó con los pulmones fulminados por el carbón y el corazón fogueado
por la experiencia sindical. Comenzó trabajando como peón de un portugués que a
cambio del sacrificio de toda su familia le enseñó las claves de la huerta.
Cuando los hijos del amo escupieron de la herencia las 5 hectáreas, Don Zenón
les ofreció un acuerdo: él las trabajaba y ellos recibían el 60 por ciento del
resultado de la cosecha. Cuando finalmente ahorró suficiente dinero, les
propuso comprarlas. Así, escalón por escalón, ascendió a la propiedad de esa
parcela en la que apenas había espacio para la casa. Tal como les sucedió a los
miles de paisanos que trabajaban en la zona, los problemas de Don Zenón recién
comenzaban.
Los
que nos dan de comer
En el Mercado Central no les
permitían vender la cosecha. Con argumentos legales –carencia de documentación–
y modales ilegales –mafias que reclaman con palos su cuota– abusaron del poder
monopólico de ese mercado: toda la comercialización hortícola se concentraba
allí. El hambre y la necesidad de vender los productos antes de que se
pudrieran los obligaron a pensar bien y encontrar entre todos una buena idea.
Para alcanzarla, primero improvisaron una feria en los bordes de la ruta de
Escobar. “Durante mucho tiempo destinamos gran parte del dinero de la venta al
ahorro. Llegamos a reunir casi cinco mil pesos por semana y logramos así
comprar las hectáreas que destinamos a la comunidad”. Allí erigieron primero
uno y luego el segundo inmenso galpón donde hoy funciona el mercado de frutas y
verduras de la Asociación. Son 25 hectáreas que pertenecen a los 900 socios y
que reciben la producción de todo el país, sin intermediaciones. Los expertos
calculan que de allí sale el 80 por ciento de las frutas y verduras que se
consumen en la Capital. Eso significa que por ahí pasan anualmente casi 4
millones de toneladas de alimentos frescos que son distribuidos hacia una red
de comercios minoristas que también concentra la comunidad boliviana. Estamos
hablando del fruto del trabajo de no menos de 300 mil personas que
cotidianamente durante más de doce horas diarias doblan la espalda en el campo,
cargan y descargan cajones, negocian precios, administran pérdidas y ganancias
y construyen comunidad. Todo al mismo tiempo, en la misma jornada y a espaldas
del Estado. Algunos lo llaman producción en negro. Otros autogestión. Don Zenón
prefiere ser exacto: minka. O su equivalente criollo: minga.
Relaciones
exteriores
Ninguno de los casi 15.000
migrantes bolivianos residentes en la zona de Escobar vota. Ni en Bolivia, ni
en Argentina. Se podría decir que la única relación que tienen con el Estado
argentino es comercial: la Feria de la Asociación paga 30.000 pesos de alquiler
y 12.000 de impuestos mensuales por el predio que ocupa a dos cuadras del
mercado. Funciona sólo los domingos y a pleno. El Mercado, en cambio, inicia su
actividad todos los días después de las 7 de la tarde, hierve a las 10 de la
noche, reposa en la madrugada y despierta a todo ritmo a las 6, para irse a
dormir pasadas las 9 de la mañana. Los domingos, martes y jueves recibe a los
camiones que traen la mercadería. Hoy los hay de Salta y con tomates, de La
Plata y con lechuga, de Villa María y con limones. Los changarines son del
barrio –que no existía antes de la construcción del mercado– y cobran 30
centavos por bulto cargado o descargado. Los puesteros son familias enteras que
limpian la mercadería, acomodan, negocian y atienden a los niños, todo al mismo
tiempo y sin quejas. Las mujeres llevan siempre un delantal azul y, a veces y
debajo, una bata a cuadritos blancos y celestes para cubrirse con pudor los
rastros de la faena, que es intensa y sucia. Ellas hacen casi todo, menos
hablar. La conversación pública es tarea masculina, pero no de cualquier varón.
Por eso Don Zenón es quien oficia de vocero.
El
frente interno
Los primeros años de la
Asociación fueron tan prósperos que atrajeron todo tipo de problemas. El
principal llevaba el nombre del intendente, Luis Patti y el uniforme de la
policía Bonaerense. Fue la época de los ataques comando, sistemáticos y
violentos, que obligaron al entonces ministro, León Arslanian, a reunirse en
persona con los miembros de la comunidad. Aceptó la propuesta de formar el
llamado Grupo de Enlace, que significó en los hechos la creación de una policía
propia, integrada por paisanos que patrullaban a caballo las quintas,
acercándoles un poco de tranquilidad. Cuando el frente externo estuvo calmado,
comenzaron los problemas internos, quizás alentados por los mismos enemigos,
pero encarnados por familias hermanas que se enfrentaron “como perros y gatos”,
al decir del cónsul José Alberto González. Fue él, justamente, el que logró
terminar con casi cinco años de intervención del Estado argentino en la
Asociación de la Comunidad Boliviana de Escobar. “Primero me reuní con los
perros, luego con los gatos. Después, envié dos cartas al entonces ministro de
Justicia de la Nación, Alberto Iribarne, para plantearle la necesidad de
convocar a elecciones para terminar con la intervención. No me respondió hasta
que logré que el tema fuera planteado en una nota que publicó el diario Página
12. El mismo día que salió, me llamó el ministro. Y ahí comenzó otro round:
lograr que la intervención soltara a la Asociación”. El cónsul saca de su
archivo una carpeta repleta con papeles que registran todo el proceso, y de la
carpeta escoge un manojo prolijamente abrochado. Son seis hojas que llevan por
título: “ayuda memoria”. Es el registro de todas las reuniones que insumió el
rescate de la Asociación. La primera fue el 18 de enero de 2007. La última, el
8 de octubre de ese año. En total, fueron necesarias 29.
¿Cómo logró terminar con la
pelea entre perros y gatos?
Haciéndoles entender que
perros y gatos tenían muchas diferencia, pero algo en común: terminar con la
intervención.
Don Zenón fue parte de las
negociaciones y parte también de la lista que ganó las elecciones que pusieron
fin a la intervención. Obtuvo el triunfo por una diferencia de cuatro votos.
Tantanacusum
Sobre la mesa hay dos
pinches, largos y puntiagudos. En uno clavan las boletas color verde y en otro,
las blancas. El encargado del recuento agita cada papel para que todos vean que
no hay trampa. Lo agita arriba de su cabeza y lo pincha. Uno por uno. La
ceremonia es observada en silencio por la asamblea de socios de la Asociación
de la Comunidad Boliviana de Escobar. Hoy, sábado, se renueva por primera vez
la junta directiva y hay veedores de las Inspección General de Justicia
bonaerense, abogados, delegados del municipio, acompañando el acto o acechando,
según se interprete cada función. La lista verde obtiene más votos y para
festejar no el triunfo, sino la transparencia del proceso, hablan todos:
ganador, perdedor, presidente saliente y hasta el joven veedor. Don Zenón está
contento, aunque todavía se lamenta no haber logrado una lista de unidad.
“Tendríamos que haber pensado mejor, pero ya llegará”, me dice, como
lamentándose porque le faltó paciencia. A su lado, festejan dos jóvenes
integrantes de la nueva conducción. Uno es morocho, flaco, campesino y me ayuda
a traducir las palabras en quechua escritas en el logo de la Asociación: “ama
kjella” (no ser flojo), “ama sva” (no ser ladrón) ama llulla (no ser mentiroso).
Otro es rubio, robusto, de ojos claros, comerciante y me asiste en las últimas
tres: “minkanacunapac” (ayudarse), “jaihunacunapac” (prestarse), “tantanacusun”
(juntarse). Los dos pertenecen a la nueva generación de la comunidad: migraron
de niños, crecieron aquí y ya tienen hijos argentinos. Sus problemas son otros.
Ever, el campesino, los resumirá en los dos extremos de la producción: el costo
de la semilla y de la mano de obra. “Antes comprábamos la semilla de tomate por
kilo, ahora por conteo. Es todo importado, en dólares. (Luego lo compruebo en
una lista de precios: 1.180 pesos los 5 gramos.) También es cada día más
difícil encontrar quien quiera trabajar en un campo todo el día. Prefieren la
construcción, porque deja más”. Walter, el comerciante, me explica que la
tendencia actual es que los jóvenes se vuelquen al comercio, porque tiene
mayores márgenes de rentabilidad. “En la Asociación, por ejemplo, al principio
eran todos agricultores. Ahora, sólo en la feria hay 900 puestos, casi la misma
cantidad que los socios del mercado”. Uno y otro coinciden en que en la
comunidad se está planteando un debate: enrolarse o no en el padrón electoral.
“Por la cantidad y el peso económico que tenemos estamos en condiciones de
asegurarnos un concejal ya. Y si trabajamos bien, quizás un intendente”. Le
pregunto después a Don Zenón qué opina de esta idea y me comenta que todavía no
es mala. “Pero hay que seguir pensándola”. Le cuento que varios de los jóvenes
con los que hablé están estudiando en la universidad, la mayoría Administración
de Empresas. “Ésa es una idea buena, bien pensada. Necesitamos nuestros propios
profesionales: abogados, médicos, contadores. Ahora mismo, al mercado vino un
muchacho que estudió computación en Bolivia y nos ayuda a tener todas las cuentas
bien claras, porque eso aleja conflictos, evita peleas, sospechas, sana”. Le
digo que él tendría que dar cátedra de administración, para que podamos
aprender a ahorrar, producir y prosperar en comunidad y en un país que -en
todos los años que él atravesó para llegar hasta acá, hasta ese pedazo de
tierra firme donde esta parado- cambió su moneda tres veces y su ministro de
Economía, veinte. “No crea. Las cosas no cambian tanto. Es lo mismo, con
distinto nombre o diferente gente. Usted sabe que hay cosas que nadie va a
hacer. Si necesitamos asfalto, nosotros lo hacemos. Si necesitamos una sala de
primeros auxilios, nosotros la hacemos. Eso no cambia tampoco: la comunidad es
la que hace y la que piensa.”
Minga.